La poesía, como una de las manifestaciones más secretas y profundas del espíritu humano, no podía resistirse a
la transformación del hombre y el mundo. Renovación, crisis, evolución, cambio, revolución, ocaso, renacimiento, son algunas de las palabras barajadas todos los días por la crítica especializada en su intento, vano intento, de explicar lo inexplicable, de dibujar el rostro invisible del prodigioso fenómeno constante de la poesía. El misterio poético, tan antiguo e impenetrable como el hombre mismo, no terminará nunca de sorprendernos, de descubrirnos insospechadas regiones para su caudal perenne. Todos los tiempos, todas las épocas y todas las latitudes del planeta han tenido poetas, esa raza condenada a acompañar al hombre eternamente, guiándolo, recordándole, deslumbrando a veces. Sin embargo, parece extraño que en una época practicista y mecanizada como la nuestra puedan subsistir aún estas almas extrañas, señaladas por la sociedad por su condición de seres diferentes. Relegada y cercada por el utilitarismo,la poesía se transforma en un artículo de lujo, cargada con un sistema impositivo que trata de ahogarla definitivamente. Los poetas optan, entonces, por la alucinante recreación de paraísos fantásticos, jardines redescubiertos para sus lectores, o por instituirse en conciencia acusadora y terrible de la sociedad que lo perturba. ¿Qué camino seguir? Mantenerse leal a una tradición lírica o destruirla, destruyéndose a sí mismo, con la esperanza latente de hallar entre los escombros una nueva y auténtica estética. Quedarse en un laberinto sin salida, un pasadizo de brumas impenetrables, o conducirse al borde del abismo, o lo que es peor: al abismo mismo.
El nuevo siglo contempló con inquietante interés las explosiones dadaístas y la posterior revolución surrealista, las cuales he de admitir han influido mucho en mi, en fin, el nuevo siglo, al igual que yo, vimos en ellas el contorno de un nuevo sistema planetario en el que, bajo el amparo del caos, nace esa apetecida nueva estética, y un concepto de la belleza anárquica de incontables posibilidades. Los velos del preconsciente, abiertos de pronto por la difusión de las ideas freudianas, colaboraron también en la conquista y colonización de las hasta entonces zonas prohibidas. La subversión de los valores ateísticos se hizo general y sobre todo irreversible. Se institucionalizaba una nueva tradición, la tradición de la ruptura. Nombres como Freud, Joyce, Proust, Picasso, Apollinaire, Dalí, Marx, Bretón, Artaud, Pound, Kafka o Sartre, formaron la gran constelación.
América, la indescifrable y turbadora América, caja de resonancias de todo lo que en Europa ocurre, no podía permanecer ajena a estos nuevos aires que soplaban más allá del océano. Latente aún en el norte el espíritu grandioso del viejo Walt Whitman, el equivalente norteamericano de Víctor Hugo o de Rubén Darío, entre sus versos se preguntaba sobre el destino de la poesía en su tierra:
¡Poetas del futuro! ¡Oradores, cantores, músicos venideros!
No es éste el día de mi justificación, ni el de explicar lo que represento, pero vosotros, una nueva estirpe, atlética, continental, grandiosa como nunca.
¡Surgiréis! Porque debéis justificar lo que yo canto.
Los versos de Whitman parecían, sin embargo, estrellarse en el vacío, frente a las jóvenes generaciones desorientadas que alimentaban un inobjetable culto a William Carlos Williams, e.e. cummings y Ezra Pound, además de un enorme respeto hacia el equilibrio que T. S. Eliot había logrado construir en su voluntario destierro. Fue necesaria una tragedia, tan escalofriante como la Segunda Guerra Mundial, para que de entre sus mismas cenizas comenzara a nacer una concepción distinta del hombre y de la sociedad norteamericana. Una nueva mentalidad surgía en la juventud estadounidense, una juventud divorciada de sus mayores, rebelde y vagabunda que, perseguida muchas veces, se refugiaba en los suburbios del paraíso americano. Esos jóvenes, escudados en el jazz, infiltrados y expulsados de las universidades, presos en las cárceles por robo, escándalo o violación, trastornados por la droga o la bebida, acusados por los inquisidores, perseguidos por la ley, el orden y la moral de sus ciudades natales, se autobautizaron beatniks.
La palabra
beat, según explicó John Clellon Holmes, novelista y crítico de la corriente, define un estado mental en el que el ser humano se ha despojado de todo lo innecesario, quedando receptivo ante la realidad circundante, pero a la vez impaciente por los obstáculos triviales.
«Ser beat,» dice, «es estar en el fondo de la propia personalidad, mirando hacia arriba.» Ser existencial más en el sentido de Kierkegaard que en el de Jean-Paul Sartre. El carácter «beatífico" o «beato» del movimiento fue explicado por Jack Kerouac, que es el creador de la denominación, y que parece relacionarse más con el adjetivo «frustrado» que con el «derrotado», evocando a la vez el sustantivo «beat", aplicado a batir palmas o pulsar acompasadamente una música, generalmente el jazz.
Exponiendo los alcances meramente poéticos del movimiento «beat», Gregory Corso, uno de sus miembros más destacados, explicó:
El más importante servicio prestado por la "Generación Beat» se refiere a la noción de «medida» en poesía. Cuando surgió esta generación, algunos poetas de inspiración profética insistían ya sobre la imperativa necesidad de rejuvenecer los viejos stocks de versos yámbicos, introduciendo elementos de prosodia espontánea, "ritmo bop», imágenes reales-superreales, rupturas, golpeteos, medidas extáticas, largas vocales rapídicas lineales largas, largas y sobre todo: alma. Estos poetas bautizaron a la generación del 50: la llamaron «Generación Beat». No habían previsto las deformaciones estúpidas que el futuro tenía reservadas a este término.