El enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin. La melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza, que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave. Tal es el peso de la congoja, que muchos finlandeses ven la muerte como única salida a su angustia. Una mente taciturna es un enemigo aún más encarnizado y temible que la propia Unión Soviética.
Sin embargo, el finlandés es un pueblo de guerreros. Todo, menos rendirse. Una y otra vez se alza en rebelión contra el tirano.
La Noche de San Juan, la fiesta de la luz y la alegría que marca el solsticio de verano, es para los finlandeses una descomunal batalla en la que, de común acuerdo y uniendo sus fuerzas, intentan derrotar a la melancolía que los corroe. Todo el pueblo se pone en pie de guerra: no sólo los hombres en condiciones de luchar, sino que también las mujeres, los niños y los ancianos se movilizan a los frentes. En las orillas de los mil lagos de Finlandia se encienden colosales hogueras paganas para exorcizar a las tinieblas. Banderas de guerra azules y blancas son izadas en sus astas. Cinco millones de guerreros finlandeses se alimentan antes de la lucha con salchichas grasientas y costillas de cerdo asadas a la parrilla. Vacían sin miramientos y de un trago sus copas de aguardiente para darse valor, y al son de los acordeones, marchan para medirse en combate con la depresión, a la cual aplastarán en una batalla campal que librarán sin tregua durante toda la noche.
En el fragor de las luchas cuerpo a cuerpo se produce el encuentro entre los sexos y miles de mujeres quedan en estado de ingravidez. Hay hombres que mueren ahogados en lagos y bahías al atravesar las aguas en sus barcazas. Decenas de miles caen en las alisedas, o quedan yaciendo entre las matas de ortiga. Son numerosas las hazañas heroicas, llenas de sacrificio y arrojo. La felicidad y el júbilo vencen, se ahuyenta a la tristeza y una vez al año el pueblo disfruta de la libertad al menos por una noche, cuando la tenebrosa tirana es aplastada por la fuerza.
Era el amanecer del día de San Juan, a orillas del lago Humalajävri (lago de la borrachera) en la región de Häme. Todavía se notaba un ligero olor a humo, testimonio de la batalla nocturna: el día anterior había sido la víspera de San Juan y se habían quemado hogueras en todas las orillas. Una golondrina sobrevolaba con el pico abierto la superficie del lago, cazando insectos. Todo estaba en calma y el sol brillaba, la gente dormía. Los pájaros eran los únicos a los que les quedaban fuerzas para cantar.
Un hombre solitario estaba sentado en las escaleras de su chalé con un botellín de cerveza sin abrir en la mano. Se trataba de Onni Rellonen, un director gerente de empresa que tenía cerca de cincuenta años y una de las expresiones de tristeza más desoladoras de la región. Él no formaba parte de los vencedores de la batalla de la víspera. Se hallaba malherido y no había ningún hospital de campaña en el que su roto corazón pudiese recibir una cura de urgencia.
Rellonen era un hombre flaco de estatura media, más bien orejudo, y tenía una nariz larga cuya punta estaba siempre colorada. Llevaba puestos una camisa de verano de manga corta y unos pantalones de terciopelo.Por su aspecto se notaba que en algún momento su alma habí albergado una fuerza explosiva. Pero ya no. Se sentía cansado, vencido, golpeado por la vida. Las arrugas de su rostro y la escasez de cabello en la coronilla eran las conmovedoras cicatrices de una lucha contra la dureza y la brevedad de la existencia.
El director gerente padecía de acidez estomacal desde hacía décadas y en esos momentos los pliegues de sus intestinos albergaban un catarro intestinal en ciernes. Tenía las articulaciones y la musculatura en condiciones, si no se tomaba en cuenta una ligera fláccidez. Por el contrario, su corazón estaba recubierto de grasa y latía con pesadez, siendo más una carga en aquel momento —como un grillete que lo encadenase a una bola— que un órgano que lo ayudase a mantenerse con vida. Solía temer que éste se detuviese y se precipitase por su cuenta a la muerte, dejándolo paralizado y sediento de sangre. Sería el golpe de gracia para un amo que, aunque lo hubiese maltratado, siempre había confiado en él, incluso cuando no era más que un feto. Si su corazón se detuviese a tomar aliento, aunque sólo fuese por espacio de cien latidos, sería el final de todo. Nada significarían los millones de latidos precedentes de Onni Rellonen. Así es la muerte. Miles de hombres finlandeses lo experimentan cada año, pero ninguno de ellos ha vuelto para contar qué se siente estando en el otro lado.
En primavera, Rellonen había comenzado a pintar la deteriorada fachada de su casa, pero el trabajo había quedado a medias. El bote de pintura seguía junto a los cimientos de piedra de la casa, con el pincel endurecido sobre su tapa.
Onni Rellonen era un hombre de negocios que incluso a veces había sido llamado "director". Tras él se acumulaban años de actividad frenética, de fulgurantes éxitos iniciales, de escalada en el mundo de la pequeña y mediana industria, así como una tropa de subordinados, de contabilidad, dinero y actividades comerciales. Había sido contratista de obras, y en los años sesenta incluso había tenido una pequeña industria de chapa. Pero las malas coyunturas del mercado y la voracidad de los competidores habían llevado a la bancarrota a Aleros y Chapas Rellonen S. A. Y aquello no era todo. También se sospechaba que tras la quiebra se ocultaba algún que otro delito monetario. En los últimos tiempos el director gerente había figurado como propietario de una lavandería de autoservicio. Tampoco ésta le resultó productiva: todas las familias finlandesas tenían lavadora propia, y los que no la tenían tampoco se preocupaban mucho por lavarse la ropa. Ni los grandes hoteles, ni los barcos que hacían las líneas de cruceros a Suecia querían darle trabajo a su empresa, y las grandes cadenas de la competencia le quitaban a Rellonen los encargos delante de sus narices. Las contratas de ese nivel se negociaban en los reservados de los restaurantes. La última quiebra había sido aquella misma primavera. Desde entonces padecía una depresión profunda.
Sus hijos eran ya adultos, su matrimonio estaba en estado de total abandono. Si Rellonen se ilusionaba y hacía planes para el futuro y le explicaba sus ideas a su mujer, ésta ya no le apoyaba. Tampoco ella tenía fuerzas. Ya no.
—Mmm..
Eso era lo más que contestaba, dejándole desanimado. Ni estaba en contra, ni le apoyaba. Nada. Todo parecía perdido, toda su vida y en especial su vida en los negocios.
El director gerente llevaba desde el invierno dándole vueltas a la idea de suicidarse. No era la primera vez. Sus ganas de vivir ya se habían apagado con anterioridad en otras ocasiones, y la depresión convertía su sana agresividad en pensamientos de autodestrucción. Le hubiese gustado acabar con todo en primavera, cuando la quiebra de la lavandería, pero ni siquiera para ello tuvo fuerzas.
Fragmento del libro: Delicioso suicidio en grupo de Arto Paasilinna, ed. Anagrama