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miércoles, 9 de mayo de 2007

Cocaína (Manual de usuario): Sentado en Maker Street

Estoy realmente agotada de hacer tanta tarea, es por ello que decidí relajarme un rato y transcribir un cuento de un libro, que, como la entrada lo indica, se llama Cocaína (Manual de usuario), primero les quiero compartir una crónica que encontré en la red sobre el escritor y el libro, para proseguir con el relato, ya luego les daré mi opinión sobre el libro, el primer cuento es extraordinario, luego hay que analizarlo.
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Libros en español sobre trasiego y consumo de cocaína hay varios. Novelas sobre narcotráfico también. Pero buena narrativa exenta de moralina desde el punto de vista de quien consume no recuerdo muchos. Casi todo lo que topa uno por allí padece el síndrome de Pregúntale a Alicia, aquel supuesto testimonial gringo de los años setenta en que la culpa de todo la tienen las drogas y no el libre albedrío ni las ganas de largar. O novelitas de corte facilón, casi siempre sonrientes al glamour políticamente correcto en el hemisferio de las prohibiciones, escritas además en contextos absolutamente ajenos a la idiosincrasia de Hispanoamérica que es, por cierto, principal productora de caspa diabólica. Así que de novelas que salten convenciones y se atrevan a dejar hablar al chaneque que todos llevamos dentro y que los adictos llevan untado en la piel, casi nada. Excepto la que nos ocupa ahora y tal vez un par más, como Grillo, del español José Machado en Lengua de trapo, o la perturbadora Reina de América, de la barcelonesa universal Nuria Amat, en Seix-Barral.

Hay un autor mexicano de magnífica factura, deliciosamente iconoclasta que apuesta al riesgo, como debe ser cuando se narra la vida en el carril de alta. Se trata de Julián Herbert, escritor acapulqueño nacido en 1971. Herbert no es nuevo en la contracorriente del mundillo libresco; ha publicado poemarios como El nombre de esta casa (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1999), La resistencia, en Filodecaballos y Autorretrato a los 27 con el colectivo artístico Eloísa Cartonera, de Buenos Aires en 2003, año en que ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen; luego publicaría la novela Un mundo infiel en Joaquín Mortiz y Kubla Khan en Era en 2005. En fin, ha caminado largo montado en sus libros.

Esa ambladura trasluce en su prosa. Prosa que se da el lujo de apuntar un mismo libro como ganador en más de un certamen literario. Allí su reciente libro de relatos, Cocaína (manual del usuario), libro con que ganó en 2006 el v Premio Nacional de Cuento José Arreola, coeditado en España por Almuzara.

Pero Cocaína (manual del usuario), si bien ganó un concurso de cuento, es un catálogo de textos difíciles de encasillar en un solo género. Se trata de cuento y no. De poesía y no, de crónica y tampoco y de todo junto en un híbrido inquietante. Se trata de textos de ésos que a veces se olvida uno que los está leyendo para percibirlos de pronto como susurro demonial, pulsación del plectro con nervadura de vidrio, con nerviosismo, con necesidad quebradiza de algo más, algo voraz, algo oscuro pero no exactamente vivo, algo tangente pero no del todo tangible porque retrata, crudo y fiel, los claroscuros a velocidad de estroboscopio que alegran y atribulan por partes iguales, en cortes perfectos, la vida de quien se ha casado con su blanca novia química sin querer ni poder divorciarse. Cocaína... permite a los que no lo han frecuentado asomar a ese mundo al que se le desmorona la nobleza apenas ataca la malilla, la impostergable necesidad de meterse un par de gordos gusanos de coca para alternar "una semana de cocaína con otra de ambición"; para hacer "como si el mundo nos valiera una chingada y de veras fuéramos felices", cuando se está tan apachurrado por ese mundo que de pronto un taxista se convierte en terapeuta de banqueta y diagnostica: "Usté se puede llamar como quiera, pero bájese ya. Usté no viene bien, joven."

Herbert ¿confiesa? ¿exorciza? ¿descubre? en sus textos, además con plausible ritmo, con exquisito rigorismo de crueldad descriptiva, un mundo que rige la existencia de sus protagonistas de acuerdo a sus propios dictados y aristas, y sobre todo al margen de quien ha sido atrapado en la cristalina red color de nube, la comezón que sólo se aplaca con más comezón, el ardor incomprendido todavía en estas sociedades nuestras del que pide implora ruega ordena impera exige suplica: "pásame el espejito para verme de cerca/ porque ya no distingo dónde está el bien/ dónde está el mal".

Escrito por Jorge Moch
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Sentado en Baker Street

Llámenme Mr. Sherlock Holmes. Estoy sentado en Baker Street alternando una semana cocaína con otra ambición. La extraordinaria fuerza de mis dedos se ocupa de moler piedras y preparar agujas. La precisión de mis pupilas se encarga de que nada de derrame, de que la dosis sea exacta a pesar de mis temblores y el zumbido de mis orejas. Las peculiares dimensiones de mi cráneo son nadas: nadas ociosas y relucientes que se curvan como un resbaladero, un tobogán donde las violencias lógicas desfallecen y caen. Estoy sentado en Baker Street, mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de los carruajes.

Llámenmme Adán. Estoy sentado en Baker Street, mi sillón es de cuero y de madera. Estpy desnudo. Tengo la verga más dulce de la Creación. Mi verga está dormida y no consigo despertarla. Lo intenté viendo películas porno y nada. Lo intenté sacudiéndola bajo un chorro de agua fría y nada. Lo intenté pensando en ti y nada: nadas ociosas y relucientes como un gramo en un pedazo de papel. Tengo una verga dulce, inútil, un relámpago de carne se apaga. Y si al menos pudiéramos amarnos esta noche. Pero mientras, alcánzame el espejito que está sobre el lavabo.

Llámenme Greg Trakl. Estoy sentado en Baker Street. Mi cuerpo es una farmacia. Anís y caspa del diablo. Mis médulas resecas esparcidas en el regazo de Grete. La nada reluciente del deseo. La ambiguedad y la mugre. Salzburgo detrás de la ventana, sus calles, su tufosa respiración saltando como un batracio que se escondiera en todas las gargantas. La estantería con frascos: láudano, placebos y jarabes. En el tapiz abundan las manchas de mis dedos, manchas de madrugada tras madrugada tambalenado y cayendo, mirándome las uñas, masturbándome con dificultad sobre una vieja mantilla que mi hermana extravió cierta tarde de octubre. Un día de estos voy a largarme a Borneo. Ahora viene otra descarga.

Llámenme Antonio Escohotado. Estoy sentado en Baker Street, son las dos de la madrugada y yo aún reviso documentos: un pasaje donde el Inca Garcilaso habla de las ofrendas de coca; un prospecto en que el Dr. Freud recomienda el producto de Merck; un alegato contra el empleo clínico de la morfina, láudano y heroína; un informe químico sobre el French Wine of Coca, Ideal Tonic que J.S. Pemberton le vendió años más tarde a Grigs Candler con un nombre chispeante: Coca Cola. Y allá en la plazuela -casi logro espiarlos a través de los visillos- dos chavales sentados en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de la historia.

Llámame yo. Estoy sentado en Baker Street. Gasto mi dinero en el true west que sube y baja mis pulmones. Todo oxígeno es un círculo nasal: el cesto lleno de Kleenex, los kleenex llenos de sangre, los kleenex llenos de mi. Enciendo la computadora. Juego Solitario hasta entumecer mi mano izquierda. Luego intento escribir. Luego miro el reloj: ya pasaron veinte minutos. Voy al baño, me siento a horcajadas en la taza, vacío sobre el espejo un poquito de polvo, luego un poquito más. Lo huelo, lo muelo con mi tarjetade cheque automático Serfin, hago dos rayas largas y bien gruesas. Aspiro. Esto es todos los días. Va casi un tercio de onza, llevo no sé cuántas horas sin dormir; no sé como parar. Van a correrme del trabajo. Llámenme como quieran: perico, vicioso, enfermo, hijoqueteestapasando y yaparalecarnal, vivomuertopaqué, llámenme escorioy llámenme dios, llámenme por mi nombre y por el nombre de mis dolores de cabeza, de mis lecturas hasta que amanece y yo desesperado. Soy el que busca una piedrita debajo del buró, encima del lavabo, en el espejo, en mi camisa, y amanece otra vez y sin dinero, y la sonrisa helada del vecino a través de la persiana, y a poco cree que no se han dado cuenta. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de mi vida.

Llámenme Ismael: estoy sentado en Baker Street, junto a la chimenea, tratando de cazar con mis palabras a un animal blanco y enorme. Mide casi una legua, su cola es pura espuma, sus ojos tienen la pesadez y el brillo de la sal brava. Es un animal que se asusta y enfurece, que mata ciegamente, que cuando no te mata parte tu vida en dos. Pero es también una bestia lúcida y hermosa, y respira música, y en el momento en que su cola te azota y arroja tu cuerpo por el aire no piensas ni en el dolor ni en la sangre que gotea: piensas solamente en la velocidad -que es como no pensar, o sentir el pensar, o estar sentado en medio de la purísima nieve mirando pasar las ruedas sucias.

Llámenme Ismael. Estoy aquí para contarles una historia.

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