Esteban Gómez vivía preocupado sobremanera por su imposibilidad para ser feliz, a tal grado de que no se daba cuenta de que toda su infelicidad estaba en la manera en que se planteaba, al interior de su cabeza, esa misma infelicidad, a tal grado que parecía una estrategia de autoconvencimiento de que no era feliz, y por lo tanto no lo era. Sonia López Hernández, en cambio, vivía perfectamente persuadida, por sí misma, de que la alegría formaba parte de su vida, aunque en el fondo todo era como una invención, porque ni tenía los pretendientes que decía, pero creía tener, ni las ofertas de trabajo, ni los adornos de su casa tenían el valor histórico que ella les atribuía, ni mucho menos los tres pisos en que viajó al lado de una artista en un elevador de un centro comercial fueron las tres horas que ella había dicho haber convivido con la misma artista en la primera clase de un avión a Las Vegas, pero tantas veces lo había repetido que acabó por olvidar que todo había sido fruto de su creatividad.
No quiero decir que la diferencia de carácter entre Sonia y Esteban se centrara en que ella fuera optimista y él pesimista, porque en el fondo ella tenía más miedo del futuro que él, siempre esperanzado en ver su mañana rodeado de los sueños que tanto le hacían creer que era infeliz. Creo que esto tiene su lógica. Como Sonia López Hernández vivía inventándose su presente, su único temor real consistía en perder la creatividad, aunque ella no se diera cuenta de que allí radicaba todo su éxito porque se negaba ante sí misma la posibilidad de que toda su felicidad fuera inventada, a tal grado de que estaba convencida de que su primer apellido era López, solamente López, porque el juez que la registró sentía un celo terrible de que su padre se apellidara López Morton y por eso nada más quiso anotar López en su acta de nacimiento, con lo cual ella quedó con una combinación tan simple de apellidos, y con estos argumentos solicitaba a sus conocidos que cuando no se tratara de documentos legales escribieran su nombre como Sonia López Morton Hernández. Las indagaciones que yo realicé demostraron que lo que Sonia decía era completamente falso, en primer lugar porque era muy difícil que el juez Aitor Iturribarrigerezco sintiera algo de envidia por la prosapia López Morton, pues la escasez de individuos con el apellido Iturribarrigerezco y la dificultad que tiene la gente para pronunciar ese apellido vasco, fortalecían la hipótesis de que el juez tuviera un origen de más abolengo que la supuesta herencia noble de los hermanos López Hernández, Juan Antonio, José Guadalupe, María del Pilar, Ana Jesusa, y desde luego Sonia, nuestro personaje, quien, al igual que sus cuatro hermanos mencionados, era hija de Juan Antonio López y María del Pilar Hernández Pérez. Aquí me detengo a aclarar que su padre nada más tenía un apellido, es decir, no sólo no era López Morton, como Sonia sostenía, sino que el López no le venía de su padre, sino de su madre, quien al parecer viajó, luego de resultar embarazada, desde un pequeño pueblo cercano a San Luis Potosí, de nombre Villa Hidalgo, hacia la ciudad de México. Las indagaciones hacen suponer que la abuela de Sonia se embarazó de quien en los años veinte fungía como cura del pueblo, un sacerdote de apellido Fernández, que fue ejecutado en la plaza principal durante la persecución cristera. No existe, como en algún momento llegué a pensar, evidencia alguna de que haya habido algún López Morton en Villa Hidalgo ni en las localidades de los alrededores, desde los años veinte hasta nuestros días, por lo que la hipótesis de que Sonia López se haya inventado un pasado de mayor alcurnia puede considerarse como comprobada, al haber desechado la hipótesis negativa de que no se inventó ninguna prosapia.
Cuando Sonia inventaba algo sabía actuar muy en congruencia con su cuento, y así, por ejemplo, cada vez que aseguraba que la habían ascendido en el trabajo llegaba media hora más tarde a su casa, y al cabo de siete u ocho aumentos arribaba pasada la medianoche, con lo cual, la desesperación de estar esperando el momento preciso para marchar hacia su casa la desgastaba de la misma manera que si hubiera estado negociando los millones de dólares que aseguraba estar negociando cuando entraba en casa, arrojaba los zapatos de tacón y se soltaba el pelo. Claro, después fue buscando otras maneras de mitigar la larga espera.
Como era evidente, el nivel de vida de Sonia seguía siendo el mismo, a pesar de que tendría que estar subiendo por los aumentos que inventaba, y así empezó a optar por excentricidades que convencieran de las verdades que inventaba. Todo, absolutamente todo su ingreso adicional generado por sus ascensos, ascensos inexistentes, reitero, se estaba yendo hacia la beneficencia pública, según sus afirmaciones. Pero es claro que si escalaba posiciones debía vestir mejor, y como en un principio no lo hacía se dio cuenta de que sí tendría que hacer un cambio en su guardarropa. Ese salto no fue nada fácil, porque implicó una preparación emocional un poco dura, pero que a la larga su mismo carácter le permitió superar, no sé, digamos que por la costumbre de inventarse una realidad distinta de la que vivía al permanecer en la calle media hora más por cada ascenso. Creo que no estoy siendo claro, pero es necesario decir que al cabo de algunas investigaciones me di cuenta de que Sonia López se prostituía para poder mejorar su vestuario, y quizá también para no aburrirse en el tiempo que mediaba entre su salida del verdadero trabajo y su arribo a casa, media hora más tarde por cada ascenso.
Todo empezó cuando ella buscó un lugar para estacionarse y dormir un poco, mientras pasaban las dos horas que ya había acumulado en sus primeros cuatro falsos ascensos, y fue a dar así, con todo y coche, a una calle con nombre de río, en la colonia Cuauhtémoc de la ciudad de México, y debe haber llegado otra persona en coche a preguntarle Cuánto, y ella seguramente respondió, porque a pesar de mitómana era inocente, Cuánto qué, hasta que después de una larga reflexión sobre la cara y la huida del hombre que le había preguntado, de auto a auto, Cuánto, se dio cuenta de que había acomodado su vehículo en el lugar incorrecto, o quizá en el lugar más correcto porque al cabo de algunos días se dio cuenta de que ésa podría ser la mejor opción para conocer a su príncipe azul, y volvió a estacionarse allí mismo, y a negar con la mano cada vez que se le emparejaba un automóvil, y no tardó en autoconvencerse de que esos hombres no buscaban a una prostituta sino que morían por ella, y hasta imaginaba que en vez de ser cuatro o cinco autos distintos los que se le acercaban cada noche, eran los mismos todas las noches esperando convencerla de que cenaran, de que bailaran, de que fueran a algún penthouse, de que allí bebieran champaña, brindaran, se besaran, se desnudaran, e hicieran el amor, y tan convencida estuvo que un buen día se animó a bajar la ventanilla y contestar a la palabra Cuánto, con un simple Gratis, porque le pareció que no podía cobrarle a alguien que muriera por ella, y que por cierto la llevó a un hotel viejo sobre el Circuito Interior, en donde el carro de ella ya no alcanzó entrar a la cochera del cuarto porque el galán que supuestamente la había pretendido por semanas, de coche a coche, le ganó el lugar que estaba detrás de la cortina, con lo cual el carro de ella quedó en exhibición, pero no había nadie que la conociera en ese hotel, y aunque lo hubiera habido ella podría haber respondido que sólo quería probar qué tanto la quería un hombre que Sonia afirmaba que la buscaba por su dinero. Dentro del cuarto del hotel de paso, el tipo primero le arrancó los calzones, la penetró y ya que habían terminado le pidió que se desnudara, y ya que lo hizo, le pidió que lo besara, y ya que lo hizo mandaron pedir un aguardiente, y ya que lo tomaron, bailaron, se vistió y se fueron a comer unos tacos que ella pagó, pero qué importaba porque en su mente no necesitaba mayor convicción que la suficiente para asegurar que habían hecho las cosas en el orden inverso cenar, bailar, beber, besar, desnudar y fornicar, y con otra calidad, caracoles en vez de tacos, tango en vez de salsa, beso en la boca en vez del pene, desnudez delante de la chimenea y no de una televisión encendida en un canal pornográfico, y el acto sexual mucho más suave en vez de un forcejeo apresurado que bien pudo haber entrado en la categoría de Rapidín. Y en efecto, esa primera vez fue gratis aunque las siguientes sí cobró, lo cual le permitía no sólo mejorar su ropa, sino que cada vez que la mejoraba obtenía clientes que le pagaban un poco más, y así pudo también cambiar coche y hacer que algunos creyeran que en efecto estaba recibiendo ascensos y negociando millones todas las tardes.
Sonia tenía un cliente habitual, Esteban Gómez, del cual ella aseguraba que se trataba de un joven apuesto que moría por ella y al que trataba mal para hacerlo sentir que no se había ganado su amor. De cualquier manera había veces que Esteban era su único cliente de la tarde y la noche, porque se quedaban platicando durante horas, ella inventando e inventando, y él contándole sus penas. Esteban comenzó a volverse adicto por los servicios de Sonia, a pesar de que algunas veces ni siquiera hacían el amor sino que permanecían desnudos platicando, o más bien él escuchando monólogos de ella, que al final daban pie a una rápida explicación de las penas de Esteban. Él terminó por enamorarse, a pesar de que, para él, ella sólo era una prostituta que había llegado al oficio no por necesidad económica, porque tenía mucho dinero, sino por placer, puesto que así lo había convencido Sonia.
Esteban Gómez me contrató para que le diera más información sobre Sonia y también fue así como se enteró de la parte que había investigado hasta entonces. Esteban se sintió muy sorprendido y se retiró a reflexionar. A partir de entonces yo me mantuve estudiando el caso de Sonia López Hernández más por curiosidad que por encargo, puesto que mi contrato con Esteban Gómez había terminado. Meses más tarde me lo encontré ya muy cambiado. Me confesó que después de una intensa depresión había llegado a una conclusión, volverse mitómano, Voy a inventar que soy feliz, se dijo Esteban, con convicción, con las cejas fruncidas y los dientes apretando una parte de los labios, y su vida cambió por completo.
Roberto Remes